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El ropero

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El día era sereno, el vaivén del agua lo acunaba en una tranquilidad interna.  A su lado, un marinero, lo interrumpió con voz grave: "Usted tiene que tener un ropero."  La frase, que sonaba más a mandato que a sugerencia, lo sacudió. No por el contenido, sino porque no la entendía: ¿Por qué un ropero? Confundido, respondió con una pregunta: ¿Tiene usted hijos?, como si esa fuera la clave para desentrañar su comentario.  Pero la respuesta del marinero, corta y seca, solo añadió más peso a la confusión que lo rodeaba: "No." Agradeció el consejo de manera automática, como quien asiente a algo irrefutable, pero se aferró a su pequeña verdad: con una percha le bastaba.  No necesitaba más espacio. No necesitaba más de lo que ya tenía.  Esa era su forma de estar en el mundo, un equilibrio precario pero suficiente.  Sin embargo, tras esas palabras, el día no volvió a la tranquilidad.

Tantra

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Estaba suspendido, en una quietud que al mismo tiempo era un movimiento sin fin. Una energía luminosa, invisible, lo unía al otro cuerpo, un ensamble, una unidad.  Los labios se habían sellado en un beso interminable, una conexión que parecía expandirse más allá del tiempo.  Mientras giraban, flotando en el vacío, orbitaba el uno con el otro, como dos planetas en un sistema inalterable.  Estaban atados, no por la pasión, sino por una fuerza desconocida, desencadenada, de energías que oscilaban al unísono. Él sentía que la luz que los conectaba provenía de algún lugar lejano, del universo, donde las reglas de la gravedad y del deseo eran reemplazadas por una ley suprema. 

Ausencia absoluta

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Lo observaba a través del vidrio como se mira a una criatura lejana, prisionera en una jaula invisible.  Su padre, siempre tranquilo, se hallaba atrapado en una burbuja de aislamiento, donde la enfermedad se aferraba a su piel bajo la forma de globos amarillos, como parásitos que la medicina había sido incapaz de combatir.  Aquello era un fracaso y el fracaso lo abrumaba desde dentro. Se apartó, intentando hallar espacio para procesar el horror, el malestar profundo de ver cómo se desmoronaba el cuerpo de su padre.  Entonces, en un acto de voluntad incomprensible, levantó sus manos hacia el cielo y sintió fluir la energía, una fuerza vital, invisible, que atravesaba su interior. Luego, canalizó esa fuerza a través del vidrio, apuntando hacia los globos, y uno a uno comenzaron a desaparecer. Primero los del brazo, luego los del torso, hasta que no quedó rastro de ellos. Pero al terminar, se hizo un vacío a su alrededor. No había nada, sólo un espacio inmenso y una quietud interminable,

El poder de la violencia

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El edificio se alzaba en espiral, un rulero que desafiaba la gravedad, retorciéndose sobre sí mismo hacia las alturas.  E scalaba sus incontables peldaños, cada uno más alto, cada uno más pesado, mientras su ansiedad aumentaba con cada paso.  El viento aullaba y el edificio, danzaba a su ritmo , transformándose en una criatura viva que amenazaba con devorarlo. Huyó, buscando refugio en la ciudad, pero la calma era efímera. Un tranvía, una isla flotante en un mar de asfalto, lo alejó por un instante de la pesadilla, pero la paz era ilusoria. Una sombra de persecución lo alcanzó. Los pasos resonaban detrás de él, una amenaza que crecía a cada segundo. Se escondió en un garaje, pero allí en la oscuridad, sabía que era una presa fácil. “No te muevas”, ordenó una voz áspera. Era una amenaza que iba más allá de lo físico, que lo redujo a la nada.  Gritó, el taxi que pasaba lo escuchó, pero prefirió huir. Lo obligaron a caminar, a someterse ante la violencia degradante.  La dialéctica, su úni

Extasis

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El tren, una serpiente de metal, se deslizaba por los rieles, pero él, en el umbral de la partida, sintió un impulso irrefrenable de descender.  La ciudad, un laberinto de calles y casas, lo acogió con extrañeza.  Al llegar a un barrio de techos altos, se encontró con tres hombres que lo observaban. Les preguntó por su labor, pero sus respuestas eran tan enigmáticas como sus sonrisas. "Vas a encontrar a alguien arriba", dijo uno, sin más.  Subió corriendo las escaleras hasta un dormitorio donde, bajo un acolchado, una mujer lo esperaba en silencio.  Al descubrir quien era, cayó rendido ante la belleza de su cuerpo y la negrura de su cabello.  Deslizó sus dedos por su cabeza, sintiendo un placer inusitado. Un calor lo invadió, una oleada de emociones lo confundía.  Era amor intenso y puro, un amor que lo llenaba y lo destruía al mismo tiempo. Un éxtasis inexplicable.

Instante perpetuo

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NiK, dueño de sí mismo y de una empresa ajena, a la cual él pertenecía. Él se sumergía en un laberinto de oficinas. Rostros anónimos lo rodeaban, susurrando cifras y demandas. Una mujer mayor, le encomendó una tarea casi imposible: programar el caos administrativo.  Mientras luchaba con circuitos y códigos, Ale, una figura femenina irrumpió en su mundo, trayendo consigo una noticia inquietante: un robo.  En un parque, encontró los restos de su automóvil, el R11, azul, un féretro de metal oxidado.  La búsqueda de justicia lo llevó a un encuentro fatal. Un desconocido, dueño de un arma y de una sonrisa asesina, lo condenó a la inmovilidad, a la eternidad de un instante.  Cayó sin resistencia. El disparo había sido limpio, seco, una interrupción más que una agresión.  El tiempo, en lugar de avanzar, se congeló, dejandolo atrapado en ese instante perpetuo.

Lo que encontró no era lo que esperaba

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El barco se alejaba, una isla flotante que lo abandonaba en un mar de dudas. Desesperado, saltó a una embarcación menor, una barcaza que zarpaba, en ese instante.  Al alcanzar el gran barco, lo que encontró no era lo que esperaba: tres figuras obesas, encastradas en sus asientos, dormían plácidamente, sus panzas como lunas llenas.  Un barman, malabarista, con una sonrisa de lado a lado, jugaba con botellas vacías. El barco se convertía en un escenario de una fiesta multitudinaria.  Los fuegos artificiales, estallidos de luz en la oscuridad, iluminaban la farsa de esa existencia. Al final de esa noche sin sentido, comprendió que el verdadero viaje no era hacia el barco grande, sino hacia las profundidades de su propio ser, donde las preguntas sobre su identidad y propósito brillaban aún más que los fuegos artificiales.