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Vestido de negro

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Yacía en la cama, la mirada fija en el techo agrietado. Su madre, una sombra envejecida, ocupaba la silla junto a él.  De pronto, la puerta se abrió y entró Nik, su sobrino, imponente en su traje negro. Las palabras brotaban de sus labios como un torrente, dirigidas a su madre, quien, a pesar de su avanzada edad, lo escuchaba con una paciencia infinita.  Nik hablaba de negocios, de éxitos, de un mundo que al protagonista le resultaba ajeno y hostil.  El joven, con su sonrisa triunfante, parecía haber conquistado el mundo, mientras el protagonista, ajeno, escuchaba.  Cuando Nik se marchó, su madre susurró, con una voz que parecía venir de muy lejos: "Este golpea todas las puertas".

Madre desconfiada

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Despertó en un cuarto a oscuras, la única luz provenía de una lámpara parpadeante.  Su madre, en la penumbra, le tendía un papel arrugado. Cifras y garabatos se entrelazan en una danza sin sentido.  “¡Mira!”, exigió, “me están robando”.  La ira lo invadió de inmediato.  Golpeó el suelo con rabia, un sonido sordo que resonó en la habitación.  “¿Por qué siempre desconfias?”, rugió.  Su voz, áspera y llena de enojo, resonó en el silencio.  En una esquina, su hermana menor, se acurrucaba en sí misma, sus sollozos apenas eran audibles.  La factura, ese pedazo de papel insignificante, se había convertido en un arma, en un detonante que había desatado su ira y su dolor.  La desconfianza, como una enfermedad, había corrompido y arruinado los lazos familiares.

Freud y Jung

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La casa, un laberinto de espejos y cuadros, lo esperaba.  En su interior, los doctores Freud y Jung, figuras colosales de la psicología, lo aguardaban.  La esposa de Jung, una mujer de cálida belleza, dominaba la escena.  Su primera pregunta, impulsiva, resonó en el estudio.  "¿Ustedes están juntos porque separados no serían nadie?".  La risa irónica de Freud, lo contagió.  Jung, imperturbable, lo observaba desde las sombras.  Su siguiente pregunta, aún más atrevida, la gota que faltaba: "¿Tendría el valor de adoptar un hijo si no pudiera tener uno propio?".  Jung se levantó, su silueta desapareciendo en la penumbra.  Solo quedó la esposa, sus ojos fijos en él.  "No puede soportar que le hagan las mismas preguntas que él mismo ya se hizo".  El se sintió desnudo, expuesto.  Había traspasado una frontera invisible, había perturbado un orden precario.

Huir del tiempo

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La oscuridad envolvía el edificio. Subió al ascensor pese a la penumbra, con decisión irrevocable.  A través del vidrio, la escena lo paralizó: un joven amarrado a un alambrado, brazos en cruz, clavado por un palo empuñado por una figura indistinguible. El horror lo abrumó; su mundo, se desmoronaba ante la evidencia. Al salir, dos figuras lo esperaban: una, con el rostro blanco de payaso, la otra, cubierta con un antifaz, ambas cargando con la sombra de la culpa, ambas sospechosas. El tiempo se volvió denso, el atrapado entre ellos, pero escapó. La calle prometía un respiro, pero en el peaje, lo absurdo lo aguardaba. Una muñeca de madera, sonrisa pintada, labios rojos y trenzas, emergió del puesto. Abrió la boca. Detrás de su inocente fachada, unos dientes metálicos bramaron.  Una angustia abrumadora lo desmoronó.  Sabía, entonces, que no se escapaba de ellos, ni del ascensor, ni de la muñeca.  Solo del tiempo.  

Reconciiación

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Se encontró frente a NIK, una figura agradable, pero hábil psicópata y traicionera al fin. Ahora estaba allí, parado pero mudo.  Él le preguntó : ¿debo darte la mano?  El silencio de NIK lo abrumó. El gesto, tan sencillo y absurdo a la vez, se consumó.  Él extendió su mano y se unió a la de NIK. El aire se impregnó de un aroma de rosas frescas, un perfume nítido de rosas blancas, invisibles pero presentes, irrumpieron en la escena.

Procesión

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Rodeado por una multitud que lo ignoraba, llegó al lugar donde debía entregar sus documentos. Los vio desaparecer en una pila indistinta, junto a carteras y billeteras ajenas, como si su identidad se diluyera entre las pertenencias de otros.  Avanzó, lentamente, en una marcha sin propósito, acompañado por figuras que apenas distinguía, envuelto en la sensación de estar atrapado en una procesión hacia lo desconocido. De pronto, el miedo lo sacudió: debía recuperar sus documentos. Volvió, sorteando obstáculos absurdos, como una botella de aceite que no debía estar ahí, hasta llegar al mostrador donde un hombre uniformado lo miraba con indiferencia. “No los devolvemos”, fue la sentencia inapelable. La burocracia, insensible e inmóvil, lo despojó de cualquier posibilidad de regresar a sí mismo.

La maquina de escribir

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El Jefe los llamó, uno a uno, a su oficina, repartiendo etiquetas con la tarea asignada, como si el orden fuera lo más importante del mundo.  Él era el empleado sobresaliente, el más confiable. Así lo habían decidido todos.  Las etiquetas autoadhesivas repartidas, debían ser colocadas en la lámpara de hierro, cuyos brazos parecían multiplicarse con cada nueva tarea. El Jefe intentó imprimir algo nuevo, pero no había máquina de escribir. Todos rieron. menos él.  Aquel vacío en la oficina, era una sombra que lo perturbaba en silencio. Lo entendió de inmediato, como siempre lo hacía.  Buscó en los cajones, en los armarios, en los rincones más oscuros de la oficina, pero no había rastro.  La angustia lo envolvió como una niebla espesa. Pero, ¿qué buscaba realmente?  ¿Una máquina de escribir en un mundo donde las palabras no serán impresas?  Y aún así, caminaba, mientras el peso de la lámpara seguía creciendo, proyectando su luz sobre todo lo que alguna vez quiso hacer.