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El Ascenso

Pendía de un hilo, literalmente. Una cuerda deshilachada lo sostenía a él y a otros cuatro, en un vacío que se extendía hasta el infinito. Debajo, el abismo oscuro los reclamaba. Ascendió, lento, con angustia, cada centímetro una victoria contra la gravedad y la desesperanza. La cuerda cedió. Cayó, pero otra lo sostuvo. Siguió subiendo, arrastrándose por una línea que lo conducía hacia la salvación. Al fin, la cima.  Allí, un joven, lo ayudó. Con un gesto seguro, lo extrajo del vacío.  Los demás lo siguieron. Al mirar hacia abajo, el abismo se había desvanecido. 

El laberinto de la feria

Descendieron del colectivo, una fila interminable de figuras anónimas que se internaban en la selva.  El americano, con su sombrero texano desentonando con el entorno, encabezaba la procesión.  La noche envolvía la selva con un manto oscuro, solo interrumpido por los destellos de una feria lejana. Los puestos de venta, con sus luces multicolores, prometían una diversión imposible. Entre la multitud, muchos vestidos de blanco y rojo, se oía una voz metálica que con un megáfono anunciaba el puesto 22-62.  Allí encontrarían la respuesta y el inicio de un nuevo viaje. Sin embargo, él no hallaba el puesto. Callejones sin salida y rostros extraños se interponían en su camino.  La feria, con su atmósfera de carnaval andino, se transformaba en un laberinto sin salida.  La búsqueda del número 22-62 se volvía una obsesión, una metáfora de la búsqueda del sentido de la vida, en un mundo absurdo.

La esperanza perdida

  Atravesaba la multitud como autómata, su mirada perdida en el vacío.  La puerta con el letrero "Socio" se abrió ante él, revelando un mundo paralelo, regido por reglas desconocidas.  Deslizándose por la baranda, descendía a un nivel inferior, donde, la realidad se distorsionaba aún más. En la plaza, los barrenderos, con sus ropas manchadas de azul y sus rostros pintados, jugaban como niños. La invitación a unirse a su juego fué una tentación, pero él la ignoró, impulsado por su deseo de salir de ese mundo. Al llegar al muelle, se encontró frente a una imagen desoladora: la lancha, símbolo de escape, se alejaba lentamente.  La sensación de pérdida, de haber llegado demasiado tarde, lo invadió.  Paralizado en el muelle, observaba cómo se desvanecía en el horizonte, llevándose todas sus esperanzas.

Procesión

Rodeado por una multitud que lo ignoraba, llegó al lugar donde debía entregar sus documentos. Los vio desaparecer en una pila indistinta, junto a carteras y billeteras ajenas, como si su identidad se diluyera entre las pertenencias de otros.  Avanzó, lentamente, en una marcha sin propósito, acompañado por figuras que apenas distinguía, envuelto en la sensación de estar atrapado en una procesión hacia lo desconocido. De pronto, el miedo lo sacudió: debía recuperar sus documentos. Volvió, sorteando obstáculos absurdos, como una botella de aceite que no debía estar ahí, hasta llegar al mostrador donde un hombre uniformado lo miraba con indiferencia. “No los devolvemos”, fue la sentencia inapelable. La burocracia, insensible e inmóvil, lo despojó de cualquier posibilidad de regresar a sí mismo.

El Jefe

Agregar leyenda Mi Jefe nos había llamado a su oficina para darnos a cada uno de nosotros una lista de tareas, ordenadas por prioridad. Yo era su principal apoyo y él confiaba en mí para llevar a cabo las tareas más importantes.  Las tareas estaban numeradas con una etiqueta autoadhesiva que al ser finalizada, sería pegada en una lámpara de hierro con muchos brazos.  El Jefe quiso imprimir una nueva tarea, pero no había máquina de escribir alguna. Todos se rieron y él se avergonzó.  No me sorprendía, porque era una oficina del estado y por eso yo salí a buscar una máquina de escribir. ¿Necesidad de ser bienvenido?

Fuegos artificiales

Me desesperaba ver como se alejaba el barco, hacia el mar azul sin olas,  al que me debería haber embarcado.  Permanecía angustiado y sin saber qué hacer, hasta que vi que en el muelle, un poco más allá, un barco más chico estaba por zarpar. Entonces salí corriendo, me subí a ese pequeño barco y le pedí al Capitán que por favor se acercara al barco grande.  El accedió y no bien pude, salté al barco grande y me despedí del   Capitán con un gesto de agradecimiento. Lo primero que me llamó la atención, en ese barco, fue un grupo de tres personas sentadas alrededor de una mesa, todas gordas, casi sin cuello, que estaban encastradas en sus sillones, exhibiendo sus inocultables panzas mientras dormían como escuerzos. En el otro salón, se encontraba el barman haciendo un show de malabarismo con sus botellas de alcohol. Lo más significativo sin dudas, fue la fiesta de la noche de abordo, que culminó con fuegos artificiales de colores blancos, rojos, azules y verdes, que subían hacia el ci