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Mostrando las entradas con la etiqueta violencia

Traición y derrota

Defensor acérrimo de aquel viejo castillo, del mástil sin bandera, él había jurado protegerlo hasta el último aliento.  La lucha se libraba entre defensores e invasores. Su vida transcurría de guardia en guardia. Sin embargo, ese día, Álvaro, un viejo amigo, irrumpió en su mundo por la rampa. Lo saludó con una sonrisa, le colocó una escarapela en la solapa que desencadenó la invasión.  La batalla fue limpia, sin derramamiento de sangre, la derrota fue amarga.  El castillo quedó en manos del invasor, pero él quedó en libertad.  La derrota y la escarapela, marca de infamia, pesaban sobre su pecho.

Violencia corporativa

El sonido de la multitud lo perseguía como una jauría.  La ciudad, antes un laberinto pacífico, se había transformado en un escenario de caos.  Las calles, otrora silenciosas, resonaban al clamor de una masa enfurecida.  Huyendo de la ola humana, se vio obligado a tomar una decisión arbitraria: izquierda o derecha. A salvo de la turba, se encontró con otro tipo de amenaza: la soledad.  El trapito, con su mirada insistente, lo confrontaba con otra realidad.  En ese encuentro fortuito, el protagonista percibió la ironía de la situación: mientras la multitud rugía corporativamente sus demandas, el individuo solitario, imploraba y mendigaba sólo unas monedas, sin causarle temor alguno.

Danza macabra

Despertó sobresaltado, la imagen de la niña y los seres alados aún grabada en su retina. El sueño, vívido y perturbador, lo había sumido en un estado de angustia.  La niña, pequeña y frágil, yacía inerte en el centro de una danza macabra, su cuerpo destrozado por las afiladas picaduras de aquellas criaturas. Los seres alados, con sus cuerpos extraños y sus ojos brillantes, eran la encarnación de una fuerza oscura y desconocida, que reside en la profundidad del inconsciente humano. La frenética danza alrededor del cuerpo inerte de la niña era una ofrenda macabra, un ritual incomprensible que lo llenaba de horror. La niña, símbolo de la inocencia perdida, ha sido sacrificada en un altar de oscuridad. ¿El sólo tuvo un sueño?

Su única opcion

El taxi, un espacio de tránsito, se transformó en una celda en movimiento. El conductor, figura confiable, había desaparecido, sustituido por un intruso que usurpaba su identidad.  La situación, imprevista y caótica, generaba una sensación de desamparo. Las advertencias premonitorias que hacía, caían en saco roto y  crecía su impotencia ante la situación.  El recuerdo de un episodio similar con su contador, una figura de confianza que lo traicionó, agravaba la sensación de desconfianza hacia los demás.  La ciudad, vista desde la ventanilla, se convertía en un laberinto hostil, un escenario de pesadilla. La decisión de saltar del vehículo en movimiento era una apuesta desesperada por recuperar el control sobre su destino.  La multitud, antes anónima, se convertía ahora en su posible salvación. Era su única opción.

Madre desconfiada

Despertó en un cuarto a oscuras, la única luz provenía de una lámpara parpadeante.  Su madre, en la penumbra, le tendía un papel arrugado. Cifras y garabatos se entrelazan en una danza sin sentido.  “¡Mira!”, exigió, “me están robando”.  La ira lo invadió de inmediato.  Golpeó el suelo con rabia, un sonido sordo que resonó en la habitación.  “¿Por qué siempre desconfias?”, rugió.  Su voz, áspera y llena de enojo, resonó en el silencio.  En una esquina, su hermana menor, se acurrucaba en sí misma, sus sollozos apenas eran audibles.  La factura, ese pedazo de papel insignificante, se había convertido en un arma, en un detonante que había desatado su ira y su dolor.  La desconfianza, como una enfermedad, había corrompido y arruinado los lazos familiares.

Huir del tiempo

La oscuridad envolvía el edificio. Subió al ascensor pese a la penumbra, con decisión irrevocable.  A través del vidrio, la escena lo paralizó: un joven amarrado a un alambrado, brazos en cruz, clavado por un palo empuñado por una figura indistinguible. El horror lo abrumó; su mundo, se desmoronaba ante la evidencia. Al salir, dos figuras lo esperaban: una, con el rostro blanco de payaso, la otra, cubierta con un antifaz, ambas cargando con la sombra de la culpa, ambas sospechosas. El tiempo se volvió denso, el atrapado entre ellos, pero escapó. La calle prometía un respiro, pero en el peaje, lo absurdo lo aguardaba. Una muñeca de madera, sonrisa pintada, labios rojos y trenzas, emergió del puesto. Abrió la boca. Detrás de su inocente fachada, unos dientes metálicos bramaron.  Una angustia abrumadora lo desmoronó.  Sabía, entonces, que no se escapaba de ellos, ni del ascensor, ni de la muñeca.  Solo del tiempo.  

Rehen

El edificio, un colosal rulero que desafía la gravedad, me atrapa en su vértigo. Subo por escaleras infinitas, cada escalón con mayor ansiedad. El viento ulula, el edificio oscila, transformándose en un monstruo que amenaza con devorarme. Retrocedo, huyo, a la ciudad, me refugio y me ofrece un breve respiro. Un tranvía, una isla flotante, me aleja del caos. Pero la calma es engañosa. Siento pasos, una sombra que se alarga y me acecha. Escondido en un garaje, soy presa fácil. La voz ronca de mi captor rompe el silencio: "No te muevas". La amenaza no es sólo física, sino existencial. El taxi que pasa ignora mis gritos de auxilio.  Me obligan a caminar, a someterme a un ritual degradante. La dialéctica, mi única arma, se desvanece ante la brutalidad de aquel instante.  La ciudad, testigo mudo, se convierte en cómplice de mi humillación. ¿Miedo a la violencia?

Asesinato

Nico era el dueño de una de las empresas para las que trabajaba y el tenía miedo del invierno que se aproximaba.  En la empresa había gente que no conocía. Una mujer mayor se acercó y me pidió que hiciera un programa para una gestión administrativa. Luego, colocaba un accesorio externo a una computadora, cuando llegó Alejandra con otras personas y después de saludarlas me retiré. Llegué a un parque con árboles frondosos y césped verde, donde estaba mi padre. A la distancia veía mi Renault 11 de color azul, con los vidrios rotos y la tapa del baúl abierta. Había ocurrido un robo y cuando me acerqué vi una pickup negra que aceleraba en mi dirección. Mi padre venía en mi auxilio para interceptar la Pickup negra la que afortunadamente paró. De la Pickup negra bajó un hombre de unos treinta y pico años, de pelo negro y corto que vestía un jean y una camisa multicolor. Le dije:   "te compro los repuestos para mi auto" . Me respondió:  "ya están vendidos" . In

Vidas que se separan

Mi tío Carlos, con sus ojos gris-verdosos y brillantes, estaba locuaz y alegre. Recordaba cómo había logrado comprar la quinta en Carlos Paz a un buen precio de los curas Salesianos. Con el tiempo, la quinta se había valorizado mucho, especialmente por su costa sobre el río San Antonio. Me alejé hacia donde estaba Carlos Ernesto, mi primo y amigo de la infancia, con quien había compartido una época llena de descubrimientos y aventuras. Sin embargo, en ese momento le aconsejé que acompañara a su padre, ya que era una persona mayor. Él se negó, y entonces seguimos caminando juntos en un edificio antiguo que había sido una fábrica, de techos altos y ambientes en penumbra. Se veían máquinas viejas, armarios destartalados y algunas personas que caminaban como autómatas, con paso firme. Queríamos encontrar la salida, pero como no podíamos preguntar, decidimos separarnos, cada uno por su cuenta. Caminé un rato hasta que tomé un micrófono y pregunté: ¿dónde está la salida? Mientras tanto, Carl

Tirano

Para esperar la llegada del Presidente, tenía un papel con todas las instrucciones que debía seguir. Sabía que, cuando él llegara, no diría nada, ni siquiera saludaría, dado que todo ya estaba organizado, en ese lugar inaccesible. Cuando el perro ladró, lo saqué con su correa y lo llevé delante de la oficina del Presidente, que aún estaba vacía. Nos quedamos un rato en el jardín. Al regresar a la casa, me encontré que se estaban peleando el Guardia de traje negro y el Secretario del Presidente, en un cuarto lleno de teléfonos, consolas y pantallas de televisión. Los golpes de karate de pies y manos iban y venían, hasta que el Guardia asestó uno certero al Secretario, con tanta fuerza que lo tumbó, tal vez definitivamente. El Secretario había sido un halcón, encargado de ejecutar políticas implacables y deleznables de persecución de disidentes. ¿Presidente tirano?

La picana

La "herramienta" constaba de una manija de plástico de la cual salía un grueso cable de  corriente eléctrica, que  terminaba con tres puntas metálicas, a modo de dedos.  Una mujer estaba parada sobre el borde del terreno, donde había un cerco de alambre de dos metros de alto, vistiendo  camisa, pantalón y un par de botas negro.  Ella tomaba6 la "herramienta" con unos guantes de goma y la esgrimía en forma amenazante.  La víctima, que se encontraba atada al alambrado, era un hombre de unos treinta y pico de años y tenía el torso desnudo.  Ella se le acercó, le apoyó los dedos metálicos en el plexo y luego apretó el botón que mandó una descarga eléctrica lo suficiente fuerte para alterar el equilibrio biológico del pobre hombre, que ni siquiera se podía retorcer.  Luego,  ella hacía una pausa, bajaba la "herramienta" y también la vista y esperaba que la desgraciada víctima se recuperara un poco, para repetir la operación.  Al lado de la  víctim