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El Ascenso

Pendía de un hilo, literalmente. Una cuerda deshilachada lo sostenía a él y a otros cuatro, en un vacío que se extendía hasta el infinito. Debajo, el abismo oscuro los reclamaba. Ascendió, lento, con angustia, cada centímetro una victoria contra la gravedad y la desesperanza. La cuerda cedió. Cayó, pero otra lo sostuvo. Siguió subiendo, arrastrándose por una línea que lo conducía hacia la salvación. Al fin, la cima.  Allí, un joven, lo ayudó. Con un gesto seguro, lo extrajo del vacío.  Los demás lo siguieron. Al mirar hacia abajo, el abismo se había desvanecido. 

El saco deshecho

El abogado, con su sonrisa burlona, deshilachó la frágil trama de su vida. La austeridad, antes escudo, se convirtió en blanco de su escarnio. Nerviosamente él tiró de los hilos de su viejo abrigo, dejando al descubierto su vulnerabilidad.  La invitación a la casa del abogado fue una trampa, un descenso a un infierno de miradas hostiles y burlas agresivas.  El saco deshecho, lo convertía en un extraño en su propio mundo. La huida en el ascensor-grúa fue un intento desesperado de escapar de la persecución, pero también una metáfora de su existencia, precaria y suspendida en el vacío.  El viento azotaba la grua, símbolo de las fuerzas externas que lo arrastraban sin rumbo.  La caída, aunque evitó la captura, no lo liberó de la sensación de estar atrapado sin salida. Recién, refugiado en la habitación de hotel tuvo una ilusión de seguridad.  La proximidad de los suyos, le brindó un respiro en su vida.

El naufragio

El bolso azul, con su contenido vital, había desaparecido.   El tren descarrilado, la laguna embravecida, y el barco se había partido en dos; cada evento era un eslabón más en una cadena de imprevistos.  Vestido con un uniforme de cierta jerarquía, se encontraba atrapado en ese barco a la deriva, una isla flotante en un mar embravecido. La alarma resonaba, anunciando peligro, pero la sensación de urgencia era ajena a él.  Mientras los demás huían despavoridos, él descendía por las escaleras, flotando más que caminando, hacia el corazón mecánico del barco. Rodeado de motores y tuberías, allí encontraba una extraña paz, desde donde trataba evitar el hundimiento.  El caos reinante en la cubierta parecía lejano y ajeno.  En aquel espacio confinado, la situación se diluía en una sensación de fatalismo apacible, pero todavía no estaba todo dicho.

Su única opcion

El taxi, un espacio de tránsito, se transformó en una celda en movimiento. El conductor, figura confiable, había desaparecido, sustituido por un intruso que usurpaba su identidad.  La situación, imprevista y caótica, generaba una sensación de desamparo. Las advertencias premonitorias que hacía, caían en saco roto y  crecía su impotencia ante la situación.  El recuerdo de un episodio similar con su contador, una figura de confianza que lo traicionó, agravaba la sensación de desconfianza hacia los demás.  La ciudad, vista desde la ventanilla, se convertía en un laberinto hostil, un escenario de pesadilla. La decisión de saltar del vehículo en movimiento era una apuesta desesperada por recuperar el control sobre su destino.  La multitud, antes anónima, se convertía ahora en su posible salvación. Era su única opción.

Huir del tiempo

La oscuridad envolvía el edificio. Subió al ascensor pese a la penumbra, con decisión irrevocable.  A través del vidrio, la escena lo paralizó: un joven amarrado a un alambrado, brazos en cruz, clavado por un palo empuñado por una figura indistinguible. El horror lo abrumó; su mundo, se desmoronaba ante la evidencia. Al salir, dos figuras lo esperaban: una, con el rostro blanco de payaso, la otra, cubierta con un antifaz, ambas cargando con la sombra de la culpa, ambas sospechosas. El tiempo se volvió denso, el atrapado entre ellos, pero escapó. La calle prometía un respiro, pero en el peaje, lo absurdo lo aguardaba. Una muñeca de madera, sonrisa pintada, labios rojos y trenzas, emergió del puesto. Abrió la boca. Detrás de su inocente fachada, unos dientes metálicos bramaron.  Una angustia abrumadora lo desmoronó.  Sabía, entonces, que no se escapaba de ellos, ni del ascensor, ni de la muñeca.  Solo del tiempo.  

Procesión

Rodeado por una multitud que lo ignoraba, llegó al lugar donde debía entregar sus documentos. Los vio desaparecer en una pila indistinta, junto a carteras y billeteras ajenas, como si su identidad se diluyera entre las pertenencias de otros.  Avanzó, lentamente, en una marcha sin propósito, acompañado por figuras que apenas distinguía, envuelto en la sensación de estar atrapado en una procesión hacia lo desconocido. De pronto, el miedo lo sacudió: debía recuperar sus documentos. Volvió, sorteando obstáculos absurdos, como una botella de aceite que no debía estar ahí, hasta llegar al mostrador donde un hombre uniformado lo miraba con indiferencia. “No los devolvemos”, fue la sentencia inapelable. La burocracia, insensible e inmóvil, lo despojó de cualquier posibilidad de regresar a sí mismo.

Rehen

El edificio, un colosal rulero que desafía la gravedad, me atrapa en su vértigo. Subo por escaleras infinitas, cada escalón con mayor ansiedad. El viento ulula, el edificio oscila, transformándose en un monstruo que amenaza con devorarme. Retrocedo, huyo, a la ciudad, me refugio y me ofrece un breve respiro. Un tranvía, una isla flotante, me aleja del caos. Pero la calma es engañosa. Siento pasos, una sombra que se alarga y me acecha. Escondido en un garaje, soy presa fácil. La voz ronca de mi captor rompe el silencio: "No te muevas". La amenaza no es sólo física, sino existencial. El taxi que pasa ignora mis gritos de auxilio.  Me obligan a caminar, a someterme a un ritual degradante. La dialéctica, mi única arma, se desvanece ante la brutalidad de aquel instante.  La ciudad, testigo mudo, se convierte en cómplice de mi humillación. ¿Miedo a la violencia?