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Violencia corporativa

El sonido de la multitud lo perseguía como una jauría.  La ciudad, antes un laberinto pacífico, se había transformado en un escenario de caos.  Las calles, otrora silenciosas, resonaban al clamor de una masa enfurecida.  Huyendo de la ola humana, se vio obligado a tomar una decisión arbitraria: izquierda o derecha. A salvo de la turba, se encontró con otro tipo de amenaza: la soledad.  El trapito, con su mirada insistente, lo confrontaba con otra realidad.  En ese encuentro fortuito, el protagonista percibió la ironía de la situación: mientras la multitud rugía corporativamente sus demandas, el individuo solitario, imploraba y mendigaba sólo unas monedas, sin causarle temor alguno.

El laberinto de la feria

Descendieron del colectivo, una fila interminable de figuras anónimas que se internaban en la selva.  El americano, con su sombrero texano desentonando con el entorno, encabezaba la procesión.  La noche envolvía la selva con un manto oscuro, solo interrumpido por los destellos de una feria lejana. Los puestos de venta, con sus luces multicolores, prometían una diversión imposible. Entre la multitud, muchos vestidos de blanco y rojo, se oía una voz metálica que con un megáfono anunciaba el puesto 22-62.  Allí encontrarían la respuesta y el inicio de un nuevo viaje. Sin embargo, él no hallaba el puesto. Callejones sin salida y rostros extraños se interponían en su camino.  La feria, con su atmósfera de carnaval andino, se transformaba en un laberinto sin salida.  La búsqueda del número 22-62 se volvía una obsesión, una metáfora de la búsqueda del sentido de la vida, en un mundo absurdo.

Procesión

Rodeado por una multitud que lo ignoraba, llegó al lugar donde debía entregar sus documentos. Los vio desaparecer en una pila indistinta, junto a carteras y billeteras ajenas, como si su identidad se diluyera entre las pertenencias de otros.  Avanzó, lentamente, en una marcha sin propósito, acompañado por figuras que apenas distinguía, envuelto en la sensación de estar atrapado en una procesión hacia lo desconocido. De pronto, el miedo lo sacudió: debía recuperar sus documentos. Volvió, sorteando obstáculos absurdos, como una botella de aceite que no debía estar ahí, hasta llegar al mostrador donde un hombre uniformado lo miraba con indiferencia. “No los devolvemos”, fue la sentencia inapelable. La burocracia, insensible e inmóvil, lo despojó de cualquier posibilidad de regresar a sí mismo.