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El poder de la violencia

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El edificio se alzaba en espiral, un rulero que desafiaba la gravedad, retorciéndose sobre sí mismo hacia las alturas.  E scalaba sus incontables peldaños, cada uno más alto, cada uno más pesado, mientras su ansiedad aumentaba con cada paso.  El viento aullaba y el edificio, danzaba a su ritmo , transformándose en una criatura viva que amenazaba con devorarlo. Huyó, buscando refugio en la ciudad, pero la calma era efímera. Un tranvía, una isla flotante en un mar de asfalto, lo alejó por un instante de la pesadilla, pero la paz era ilusoria. Una sombra de persecución lo alcanzó. Los pasos resonaban detrás de él, una amenaza que crecía a cada segundo. Se escondió en un garaje, pero allí en la oscuridad, sabía que era una presa fácil. “No te muevas”, ordenó una voz áspera. Era una amenaza que iba más allá de lo físico, que lo redujo a la nada.  Gritó, el taxi que pasaba lo escuchó, pero prefirió huir. Lo obligaron a caminar, a someterse ante la violencia degradante.  La dialéctica, su úni

Extasis

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El tren, una serpiente de metal, se deslizaba por los rieles, pero él, en el umbral de la partida, sintió un impulso irrefrenable de descender.  La ciudad, un laberinto de calles y casas, lo acogió con extrañeza.  Al llegar a un barrio de techos altos, se encontró con tres hombres que lo observaban. Les preguntó por su labor, pero sus respuestas eran tan enigmáticas como sus sonrisas. "Vas a encontrar a alguien arriba", dijo uno, sin más.  Subió corriendo las escaleras hasta un dormitorio donde, bajo un acolchado, una mujer lo esperaba en silencio.  Al descubrir quien era, cayó rendido ante la belleza de su cuerpo y la negrura de su cabello.  Deslizó sus dedos por su cabeza, sintiendo un placer inusitado. Un calor lo invadió, una oleada de emociones lo confundía.  Era amor intenso y puro, un amor que lo llenaba y lo destruía al mismo tiempo. Un éxtasis inexplicable.

Instante perpetuo

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NiK, dueño de sí mismo y de una empresa ajena, a la cual él pertenecía. Él se sumergía en un laberinto de oficinas. Rostros anónimos lo rodeaban, susurrando cifras y demandas. Una mujer mayor, le encomendó una tarea casi imposible: programar el caos administrativo.  Mientras luchaba con circuitos y códigos, Ale, una figura femenina irrumpió en su mundo, trayendo consigo una noticia inquietante: un robo.  En un parque, encontró los restos de su automóvil, el R11, azul, un féretro de metal oxidado.  La búsqueda de justicia lo llevó a un encuentro fatal. Un desconocido, dueño de un arma y de una sonrisa asesina, lo condenó a la inmovilidad, a la eternidad de un instante.  Cayó sin resistencia. El disparo había sido limpio, seco, una interrupción más que una agresión.  El tiempo, en lugar de avanzar, se congeló, dejandolo atrapado en ese instante perpetuo.

Lo que encontró no era lo que esperaba

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El barco se alejaba, una isla flotante que lo abandonaba en un mar de dudas. Desesperado, saltó a una embarcación menor, una barcaza que zarpaba, en ese instante.  Al alcanzar el gran barco, lo que encontró no era lo que esperaba: tres figuras obesas, encastradas en sus asientos, dormían plácidamente, sus panzas como lunas llenas.  Un barman, malabarista, con una sonrisa de lado a lado, jugaba con botellas vacías. El barco se convertía en un escenario de una fiesta multitudinaria.  Los fuegos artificiales, estallidos de luz en la oscuridad, iluminaban la farsa de esa existencia. Al final de esa noche sin sentido, comprendió que el verdadero viaje no era hacia el barco grande, sino hacia las profundidades de su propio ser, donde las preguntas sobre su identidad y propósito brillaban aún más que los fuegos artificiales.

Solo imaginar

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En el inmenso hangar del portaaviones se acumulaban artefactos de poder letal impredecible, que al abrirse las compuertas laterales, serían lanzados en diferentes direcciones, con resultados insospechados. Sin embargo, para los inocentes turistas vestidos en shorts y sandalias que recorrían la nave, estas armas parecían juguetes inofensivos, sujetos de miradas curiosas e impúdicas fotografías. La contradicción entre la brutalidad latente y la ignorancia inocente resonaba en su interior, mientras se movía sumergido en la indiferencia de los demás. El banquete que se preparaba en otro sector de la nave, un festín en medio de tanta amenaza, reflejaba la insólita situación. Mientras caminaba, observaba cómo una joven turista levitaba mágicamente en el aire frente a un fondo rosa. El cuadro surrealista lo desconcertaba.  Era como si todo a su alrededor se deshiciera en símbolos: el portaaviones, los turistas, el banquete, el cuadro viviente, una alfombra ocre, donde ella se sentaba y un ca

El Instituto

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El Instituto de Mar del Plata se erigía como un edificio blanco, imponente y frío.  El, un extraño en ese mundo de batas blancas y terminología médica, se sentía cada vez más perdido.  La mujer, con su trenza negra y su vestimenta impoluta, parecía una figura de otro tiempo, una guía que lo conducía a la sala de reunión. Las palabras de los doctores, incomprensibles y repetitivas, resonaban en sus oídos como un zumbido constante.  Eran sonidos vacíos, carentes de significado, que lo sumergían en un estado de confusión y desorientación.  Decidió apartarse de la conversación y se retiró acompañado por el Director.

Vidas que se separan

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Mi tío Carlos, con sus ojos gris-verdosos y brillantes, estaba locuaz y alegre. Recordaba cómo había logrado comprar la quinta en Carlos Paz a un buen precio de los curas Salesianos. Con el tiempo, la quinta se había valorizado mucho, especialmente por su costa sobre el río San Antonio. Me alejé hacia donde estaba Carlos Ernesto, mi primo y amigo de la infancia, con quien había compartido una época llena de descubrimientos y aventuras. Sin embargo, en ese momento le aconsejé que acompañara a su padre, ya que era una persona mayor. Él se negó, y entonces seguimos caminando juntos en un edificio antiguo que había sido una fábrica, de techos altos y ambientes en penumbra. Se veían máquinas viejas, armarios destartalados y algunas personas que caminaban como autómatas, con paso firme. Queríamos encontrar la salida, pero como no podíamos preguntar, decidimos separarnos, cada uno por su cuenta. Caminé un rato hasta que tomé un micrófono y pregunté: ¿dónde está la salida? Mientras tanto, Carl