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El amor de mi vida

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Mientras los cuerpos y sonrisas se entrelazaban:  Él : -- " ¿De verdad crees que eres la mujer de mi vida? " Ella : -- "¿ Te acordás los botones que desaparecieron de tu abrigo aquella noche.? " Él : -- " Los botones.. sí, lo recuerdo. Pero, ¿qué tienen que ver? " Ella : Se acerca, su voz se vuelve imperceptible   -- " Todo tiene que ver con todo.  Todo está conectado. "

La estrella robada

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Se había ganado el cielo, o al menos eso creía.  Yacía en una nube, acariciando la cabellera dorada de una estrella de Holywood, un ser etéreo que respondía a sus caricias con un suave balanceo. La eternidad, pensaba, sería así: una calma infinita, un amor puro y celestial. De pronto, una sombra se proyectó sobre ella. Una mujer, rechoncha y risueña, emergió de la nada, sus cabellos recogidos en dos ridículas colitas. Se acercó a la estrella y con voz autoritaria, le susurró algo al oído.  La estrella, antes tan sumisa, se levantó y siguió a la mujer, sin mirar atrás. Quedó solo, flotando en la nada, observando cómo se alejaban.  La eternidad, ahora, era un abismo vacío.  

La tienda abandonada

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La tienda de arte había mutado. La pared, antes sólida y cálida, ahora es fría e impersonal.  Manuel, el artesano, había desaparecido, evaporado junto a las virutas de sus esculturas. Sus obras, antes llenas de vida, yacían inertes en los estantes, como fósiles de un mundo pretérito. Al avanzar en aquel espacio, encontró una fiesta a la que no había sido invitado.  Aislado, se sintió intruso en su propio mundo. Al salir, chocó con una mujer adulta, canosa, mayor que él.  Un roce involuntario y la mujer retuvo su mano, su sonrisa, una grieta en la realidad.  Comprendió, entonces, que el mundo era un laberinto sin salida para él, se sintió perdido.

El martillo de Dios

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El sanatorio era un laberinto de pasillos blancos y puertas metálicas.  Detrás de cada una, espantosas escenas.  Los pacientes, seres reducidos a sombras, eran “tratados” con un martillo de goma. La impotencia lo ahogaba. ¿Cómo desafiar semejante maquinaria de dolor? Entonces, ella apareció. Una mujer, médica, una isla de belleza en aquel mar de locura. Sus ojos, reflejaban su propia indignación.  En su abrazo, sintió un calor extraño, una promesa de redención.  Juntos, tal vez, podrían romper las cadenas de la locura y liberarlos.  Pero ¿cómo?

Cumpleaños

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El mundo exterior, gris y hostil, lo esperaba.  Sin cambiarse, salió a enfrentar la ciudad, su camisa manchada un reflejo de su interior.  Encontró a su prima, una visión de belleza irreal en aquel entorno. Un beso, un saludo fugaz, y siguió su camino. En el departamento materno, el cumpleaños no se festejaba. Reformas, colores chillones, una nueva puerta que dividía espacios. En la habitación principal, dos extrañas dormían, reliquias de un pasado que ignoraba.  Montó en su bicicleta y pedaleó hacia la nada, arrastrando consigo los ecos de una familia que se le escapaba.  El viento zumbaba en sus oídos, un lamento resonaba en su alma.

El saco deshecho

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El abogado, con su sonrisa burlona, deshilachó la frágil trama de su vida. La austeridad, antes escudo, se convirtió en blanco de su escarnio. Nerviosamente él tiró de los hilos de su viejo abrigo, dejando al descubierto su vulnerabilidad.  La invitación a la casa del abogado fue una trampa, un descenso a un infierno de miradas hostiles y burlas agresivas.  El saco deshecho, lo convertía en un extraño en su propio mundo. La huida en el ascensor-grúa fue un intento desesperado de escapar de la persecución, pero también una metáfora de su existencia, precaria y suspendida en el vacío.  El viento azotaba la grua, símbolo de las fuerzas externas que lo arrastraban sin rumbo.  La caída, aunque evitó la captura, no lo liberó de la sensación de estar atrapado sin salida. Recién, refugiado en la habitación de hotel tuvo una ilusión de seguridad.  La proximidad de los suyos, le brindó un respiro en su vida.

La cancha que no fue

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El arquitecto, encarcelado en la jaula de oro de un encargo de una empresa, se vio inmerso en la tarea de diseñar un espacio de recreo para los engranajes de una máquina industrial.  La cancha de pádel, un oasis artificial en un desierto de hormigón y vidrio, debía ser un espejismo de alegría, un bálsamo para almas fatigadas por la rutina.  Pero a medida que trazaba líneas y calculaba ángulos, con amplia libertad, una sombra se proyectaba sobre sus planos.  Los lujosos salones de los gerentes, testigos mudos de un poder económico, se erigían como una acusación silenciosa contra la futilidad de su labor.  El arquitecto, cautivo de su propia creación, anhelaba la libertad de las nubes que se mueven indolentes por las alturas, indiferentes a las ambiciones humanas.