Un nudo en la garganta

El colectivo se detuvo con un chirrido estridente, anunciando el fin del trayecto. Bajó con su hija, la pequeña con su gorro marinero ruso. Se sintió observado, un cosquilleo recorrió su espalda. Había cambiado los pantalones, ocultando los blancos bajo los azules, una acción inútil, lo sabía.

La plaza, antes un lugar de encuentro y esparcimiento, ahora se erigía como un tribunal al aire libre. Al fondo, cinco impresoras gigantescas, como altares de un culto desconocido, escupían papel. 

En la pantalla colosal, aparecía su nombre en grandes letras. Fue acusado sin palabras.

Un hombre en uniforme, con una expresión impasible, se acercó. En su mano, un papel que leyó en voz alta, como si pronunciara una sentencia  “Mil dólares y tres mil pesos”.

La cantidad era absurda y la cifra lo aplastaba. “¿Infracción?”, balbuceó, con un nudo en la garganta. El inspector lo miró, sus ojos fijos, y se encogió de hombros.

La gente que se había congregado observaba la escena con curiosidad. Eran cómplices silenciosos de un sistema incomprensible, donde la culpabilidad era una premisa y la justicia, una farsa.



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