Su perro ladró, entonces, lo sacó con su correa, un simple gesto para liberarlo del silencio y lo llevó al jardín, en frente de la oficina. Allí se detuvo, pero una tensión palpable y premonitoria, lo hizo regresar.
En la oficina, un cuarto lleno de teléfonos y pantallas, el caos había estallado. El Guardia y el Secretario estaban enredados en cruenta lucha y el orden que hasta entonces había reinado, se desmoronaba en pedazos.
El Secretario, alguna vez un halcón temido e implacable y por supuesto, psicópata no diagnosticado, era ahora víctima de un poder mayor que lo desafiaba y lo superaba. Un golpe final lo dejó en el suelo, tal vez sin regreso.
El Presidente no llegó y en su ausencia, la estructura se derrumbó.
Había sido involuntario testigo de un acto de plena justicia y percibía que soplaban nuevos vientos, en su vida.
Renació su marchita esperanza y su futuro se alumbró, en ese instante.
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