La vio al final del pasillo, una figura difusa, pero atrayente. Sintió que avanzaba hacia ella no por voluntad propia, sino como si fuera su inevitable destino. Mientras los ojos de la mujer lo absorbÃan, la siguió arrastrado por un magnetismo lleno de incertidumbre.
Al entrar en la habitación, la vio tendida en la cama, el desorden de las sábanas parecÃa una promesa no cumplida. El silencio de la escena era opresivo y en lugar de ceder a lo que insinuaba, buscó tranquilidad, en el agua frÃa del baño.
Cuando regresó, ella ya no era la misma. Estaba sentada, su mirada vacÃa, le quitó cualquier esperanza. Intentó preguntar, pero las palabras fueron un susurro. Ella asintió, y se esfumó en la penumbra del pasillo, como si nunca hubiera estado ahÃ, con él.
La habitación vacÃa, era una prisión sin barrotes, donde luchaba contra fuerzas invisibles: la fuerza del deseo y el temor de la entrega, percibido como la negación que dió lugar al desgarrador desencuentro.
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