Despertar era siempre el fin de un sueño. Esta vez, con violencia. Un cuchillo, clavado en el marco de la puerta, del dormitorio vecino, le daba una bienvenida hostil. La escena que se desplegaba ante sus ojos era una alegorÃa inexplicable, personajes paralizados por el horror, y su hijo, su propia carne, convertido en el instrumento agresivo. La vÃctima, era el hombre herido, con su mirada serena, encarnaba la aceptación de lo sucedido, con resignación. La herida, superficial, no sangraba.
En el abrazo con sus hijas, el encontró un refugio precario. Las lágrimas que caÃan por sus mejillas eran un lamento por el mundo que se desmoronaba, por una familia fracturada, por la imposibilidad de aceptar la enfermedad de su inocente hijo.
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