Defensor acérrimo de aquel viejo castillo, del mástil sin bandera, él había jurado protegerlo hasta el último aliento. La lucha se libraba entre defensores e invasores. Su vida transcurría de guardia en guardia. Sin embargo, ese día, Álvaro, un viejo amigo, irrumpió por la rampa. Llegó con una sonrisa, le colocó una escarapela en su solapa y desencadenó la invasión. La batalla fue limpia, sin derramamiento de sangre y la derrota fue amarga. El castillo quedó en manos del invasor, pero él quedó en libertad. La escarapela, marca de la traición, pesaba más sobre su pecho, que la derrota.
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